A comienzos de esta semana nos sorprendíamos con una noticia que daba cuenta de la agresión a un árbitro no federado en el campo del fútbol del Rotlet Molinar, en el término municipal de Palma, donde todos los domingos se juega la Liga Boliviana de Fútbol.
La noticia se hizo viral y la condena fue generalizada, especialmente cuando leíamos que un grupo de energúmenos perseguía al juez, quien después de recibir un empujón y un puñetazo en el rostro por parte de un jugador, buscaba refugio en una caseta hasta la providencial llegada de la policía y el personal sanitario de una ambulancia que le prestó asistencia médica.
Las voces de rechazo de este vil acto no se hicieron esperar, por supuesto, quien escribe esta columna no ahorró palabras de reproche para tan dantesco episodio, no solamente por lo miserable que resultaba una acción de estas características, sino también por la mala imagen de un colectivo, en este caso, el boliviano que es protagonista directo a tenor del enunciado de la noticia.
Y me refiero al colectivo, porque desgraciadamente en los tradicionales medios esto no suele presentarse como un caso aislado, por el contrario, de la forma en que se redactó esta noticia pareciese que se tratará de un grupo de salvajes bolivianos cazando a un animal de presa. Cualquiera dibujaría en su mente a un pobre hombre entrado en pánico huyendo despavorido del ataque inmisericorde de una multitud enardecida; sin embargo no fue así, los testimonios fiables que recogió este periódico admitieron y repudiaron la innegable agresión de la que fue víctima el encargado de pitar el partido, pero negaron la persecución de varios familiares de los jugadores al árbitro que supuestamente corría despavorido a las zonas de vestuarios.
Desde estas páginas condenamos enérgicamente la violencia y la intolerancia, nada justifica ni excusa a alguien de este ruin comportamiento. Una decisión arbitral por muy equivocada que sea no otorga inmunidad para arremeter a golpes o usar la fuerza bruta en contra de nadie, los arrepentimientos muchas veces son tardíos y en un arranque de ira se puede arruinar para siempre la vida de un agredido, o incluso, la del propio agresor.
En estas líneas siempre he sido un fiel defensor del aporte en positivo a la sociedad de acogida de los que emigran desde sus países para buscar una mejor vida. Han corrido ríos de tinta en este periódico destacando el trabajo de decenas de temas positivos.
Sin embargo, también es cierto que hay casos aislados como el mencionado que no deja para nada bien parada a la inmigración, sin profundizar en el último torneo de selecciones en el Polideportivo de Son Oliva a mitad de este año en el que también hubo grescas entre jugadores de un mismo país y confrontaciones entre otros de distintas nacionalidades, agresiones verbales a los árbitros, e insultos a diestra y siniestra entre los aficionados de diferentes países.
Y lo peor es que a veces pretendemos ir de pobrecitos por la vida acusando de racista y xenófobo a quien nos reprocha un mal comportamiento, pero somos nosotros mismos los que estamos cavando nuestra propia fosa a la infelicidad con ese tipo de espectáculos en público.
Algunos dirán que también debemos mirar lo que ocurre aquí, recuérdese de la agresión a un árbitro en un partido en Llucmajor el año pasado o la pelea masiva entre padres de familias en un partido de fútbol infantil en Alaró.
De todas maneras, insisto en lo dicho en otras ediciones, cuando una noticia gira en torno a un delito o un comportamiento deleznable cometido por alguien con otro acento u otro color de piel, los ánimos se exacerban en los foros de opinión o en las redes sociales, e incluso, algunos redactores tienen la tendencia de impactar más a sus lectores magnificando y exagerando este tipo de noticias, no es victimismo, es la realidad del día a día.