Todos tenemos el derecho a emigrar. Así como lo hice hace 27 años de mi país de origen por motivos de estudios a Madrid, a Nueva York dos años después para finalmente recalar en Mallorca en donde resido desde el 2001. Usted que lee esta columna y tiene la intención de probar suerte en otro país, está en su legítimo derecho de hacerlo. Los flujos migratorios, sean en la época que sean, harán parte de ciclos inevitables por mucha demagogia que se haga o por puertas que quieran ponerle a los campos.
La inmigración debe ser regulada y ordenada, eso sería lo ideal y lo casi perfecto para evitar males mayores en la sociedad receptora, pero no nos llamemos a engaños, ni le metamos hipocresía al asunto.
En el momento en que alguien lo esté pasando mal en su país de origen por falta de oportunidades, por la injusticia social o por el mismo hecho de que su integridad personal esté en peligro, no hay miramientos de ningún tipo para tomar la decisión de emigrar al coste que sea y adaptarse a una nueva sociedad, incluso hasta sacrificando la propia vida como ocurre, por ejemplo, en las aguas del Mediterráneo, en las fronteras de Europa o en el paso kamikaze de México a Estados Unidos en donde cientos de personas han perdido la vida.
Con este artículo no pretendo alentar la inmigración irregular, al contrario, entiendo la desesperación y la angustia de quienes se arriesgan a emprender un nuevo proyecto de vida. Sin embargo, también estoy en la obligación de advertir a las personas que leen estas líneas a la distancia sobre la difícil coyuntura social que vive España.
En este último tiempo nos han llamado a la redacción del periódico, personas recién llegadas que claman ayuda por un trabajo, vivienda o comida. Y es que aunque parezca inverosímil hay gente que está viajando no solo del continente africano, sino de Latinoamérica dando palos de ciego, mal aconsejados o pensando que España o el resto de Europa es el paraíso de los paraísos.
He visto casos de familias enteras que se vienen con menores a bordo a vivir en domicilios de conocidos o familiares para luego comenzar a padecer el vía crucis de la falta de un trabajo, la carencia de un techo o la desesperación por darle un plato de comida a sus hijos.
Cada quien es un mundo aparte, pero cierto es que con el paso del tiempo, la falta de trabajo por la irregularidad de no tener papeles se convierte en una compleja convivencia para dar paso a que el invitante termine por echar de su casa a estas personas que con el tiempo se convierten en un estorbo.
Cabe anotar también el desconocimiento que hay sobre las personas que hacen una carta de invitación a familiares o amigos para después permitir que se queden. Es necesario que sepan el lío que afrontan ante las autoridades de inmigración en el caso de que estas personas no regresen a su destino a los tres meses (es un tema para otro artículo).
Las filas del hambre en España cada vez son más largas, los servicios sociales de los ayuntamientos están colapsados, las ONG no dan abasto, lo digo con propiedad por el testimonio de varios regidores de consistorios y directores de estas entidades de ayuda, que me cuentan la carencia de alimentos y otras necesidades básicas.
Por ello, a tenor de las experiencias de testimonios, quienes tenemos la oportunidad de contar este tipo de hechos debemos, sin duda alguna, apelar a la responsabilidad social.
Si usted está en su país de origen pasándola mal, lo emplazo a que se informe, analice y tome la mejor decisión si la solución es emigrar sin ningún tipo de garantías, concretamente, juega en contra la irregularidad administrativa, además considerando que ahora el arraigo social no es suficiente prenda de garantía para obtener los papeles a los tres años, debido a los retrasos en las oficinas de extranjería y a la falta de ofertas de trabajo en el mercado laboral.
¡Que la cura no resulte peor que la enfermedad en los momentos de dar pasos decisivos!