El no ser un erudito, en este caso en la política que se aborda desde varios contextos y escenarios de acuerdo al debate que se presente, no equivale a que no se pueda opinar desde la perspectiva del sentido común y la racionalidad, e incluso, renunciando a ideologías que no dejan de ser solo eso, corrientes políticas y tendencias y formas de ver la gobernabilidad de un Estado desde el punto de vista de quienes nos representan en un hemiciclo o dirigen los destinos de un país.
Dicho esto, sin que me incline por ningún color político y manteniendo en todo momento la imparcialidad y objetividad, tendría que llegar la hora en que la política entienda que debe velar por los intereses de quienes les han votado y respetar en definitiva la voluntad popular. El sentido común debe ir acompañado de la coherencia, y por ende, de la obligación de seguir al pie de la letra la decisión de unos ciudadanos que han votado mayoritariamente por quienes quieren que sean sus gobernantes en la Moncloa. Me refiero a las elecciones presidenciales del 23 de julio en donde volvió a quedar en evidencia, que pese a algunas bajadas y subidas de partidos alternos aún se confirma que el PP y el PSOE mantienen mayorías en este país.
En el caso de los conservadores de Alberto Núñez Feijóo, con 136 escaños está clarísimo que no les alcanza para gobernar con 169 escaños, sumando los votos de Vox en un hipotético pacto y no está garantizada una mayoría simple o una absoluta. Por otro lado se confirma que Pedro Sánchez, podría volver a estar cuatro años en el poder si logra un pacto con los partidos minoritarios y regionalistas.
Posiblemente escriba desde el desconocimiento de todo lo que se cierne alrededor de los intereses políticos -nunca he estado en las entrañas de ese mundo-. Quizá lo haga desde lo más facilista y popular, pero lo que es inconcebible aún en pleno siglo XXI es que no se acoja la voluntad de la ciudadanía y posterior a unas elecciones se comience a negociar al mejor estilo de una plaza de mercaderes en detrimento del expreso deseo de dos mayorías.
Lo más normal, sano y decente sería que se hiciera un pacto de Estado y traspasar líneas para llegar a acuerdos que garanticen el bienestar de un país. No solo me refiero a temas básicos como la educación y la sanidad, sino en la cohesión territorial, desde luego salvaguardando la identidad de cada región teniendo en cuenta la pluralidad cultural de España.
Se debe apuntar al estado de bienestar para las diferentes comunidades autónomas que tengan un reparto de presupuesto proporcional a los gastos públicos de un territorio. En la teoría suena muy bien, pero en la práctica ya es costumbre que la voluntad del pueblo quede al margen de lo que se negocia en los despachos. No deja de ser llamativo que el ganador en teoría de la noche luzca menos alegre que su contendiente que quedó en segundo lugar. No resultaba complicado saber quién era el gran ganador de la frenética jornada electoral.
Los pactos en la política no son “made in Spain”, también están a la orden del día en los países latinoamericanos donde, incluso, los unos con los otros son hoy amigos y mañana por cualquier motivo se convierten en los peores enemigos. En resumen, estamos en un sistema en el que ganar es equivalente a perder, y el perder es ganar. Suena extraño y absurdo, pero es lo que la política nos ha dejado en el último tiempo.