Por Ivis Acosta
Cuando asistí por vez primera a un funeral en esta tierra que entonces me era ajena y vi que el dolor era un lenguaje universal, comencé a sentirme más cerca de este pueblo. Nada une más a los seres humanos que la desgracia.
Cuando el funeral fue de un amigo, alguien con quien había compartido comidas, charlas y paseos por la playa en tardes de domingo, entonces supe que, definitivamente, había comenzado a echar raíces yo también, como si dentro del hueco de su eterna morada hubiese caído una semilla del árbol de mi vida, ya para siempre ligado a esta isla por los lazos verdaderos del afecto.
Cometemos el error de contar el tiempo de nuestro desarraigo como tiempo físico (días, meses, años); no nos damos cuenta de que el verdadero tiempo debe ser contado en vivencias. En mi caso, veintidós años y medio como emigrante no significarían nada si en todo este tiempo no hubiese atravesado por experiencias vitales – matrimonios, nacimientos, funerales – que han dejado en mí más huella que cien cursillos de integración. Hoy puedo decir que he vivido en esta tierra porque en ella he hecho amigos con los que he compartido el dolor y la alegría. Ya nunca más podré sentirme extraña, y si lo hiciera estaría negando ese privilegio que me fue concedido como ser humano.
Hoy es el Día de los Fieles Difuntos, un día de homenaje y de recordación, de visita al cementerio con flores. Recuerdo que hace dos años me enviaron allí a escribir una crónica, y entre muchas cosas curiosas encontré a una familia de colombianos que había ido a visitar la tumba de su antigua empleadora, una señora mayor a la que cuidaban. Aquello me conmovió sobremanera: esa fidelidad, ese agradecimiento, me hicieron pensar que no todo está perdido entre los hombres, que aún somos capaces de entendernos, pese a los prejuicios, con el lenguaje universal del amor.
Pienso en los miles de inmigrantes que, como aquella familia colombiana, han venido aquí para trabajar cuidando ancianos y que llegado el momento fatal, son quizás los que más sufren esa pérdida, pues estos empleadores han representado durante ese período inicial el único referente, la puerta de entrada hacia este mundo, el aprendizaje de un código nuevo de comportamiento. Quizás por ello el lazo continúa más allá de la muerte.
Y ya que hemos llegado hasta este punto, no hay que olvidar que en muchos casos esta es la tierra a donde van a dar nuestros huesos de inmigrantes. Y cuando enterramos a un familiar, entonces ya es un hecho que esta tierra, que un día nos fuera ajena, se convierte para siempre en la nuestra.