La línea editorial de este periódico siempre ha apostado por enaltecer la cara positiva de la inmigración, y quitar estigmas mal infundados que asocian a los de afuera con los altos niveles de delincuencia. No faltan quienes pretendan por intereses políticos o personales sacar tajada cada vez que un foráneo sea protagonista de un hecho negativo en la sección de sucesos de un periódico.
Siempre he sido un convencido de que lo importante es que quien venga a España o a cualquier otro país, lo haga para aportar riqueza social y económica y no a convertirse en una carga de problemas para el Estado, ni mucho menos dar pie para que se satanice a los colectivos foráneos.
Dicho esto, preocupan las imágenes callejeras del Polígono Son Valentí de Palma en el que se aprecian puñetazos, agresiones, amenazas de jóvenes energúmenos e incontrolables de diferentes nacionalidades, incluyendo a nativos. Ante estos hechos es imposible dejar de preguntarse dónde están los padres y madres de estos muchachitos que, de no atajarlos a tiempo se convierten en una bomba de relojería a muy corto plazo.
Los valores y principios no entienden de nacionalidades, pero sí que sería conveniente dada la llegada masiva de jóvenes que son reagrupados por sus padres desde sus países de origen- las cifras han aumentado considerablemente- que esto sea un toque de atención para algunos progenitores confiados que no le ponen un freno de mano a tiempo a la conducta de estos chavales.
He podido comprobar in situ por los artículos en cada edición de casos de extranjería, cómo los largos periodos de separación de familias conllevan a relaciones traumáticas en el momento de los reencuentros, concretamente, a la hora de consolidarse las reagrupaciones familiares.
No pretendo ni mucho menos generalizar, pero el quid de la cuestión no debe supeditarse únicamente a traer a un hijo o una hija de sus países de origen y facilitarles las comodidades que tal vez allí no tenían.
En todos estos años de ejercicio periodístico he contado historias de familias inmigrantes residentes en Baleares, que han salido adelante con esfuerzo y tenacidad, pero también he asistido perplejo a la otra cara de la moneda a procesos de fragmentaciones de familias que llegaron juntas y se han separado.
Hogares desestructurados en los que padres y madres se dedican a trabajar y acumular euros en detrimento de la unidad familiar. Hay jóvenes completamente desarraigados, carentes de valores y principios. Y en este caso, los culpables somos las generaciones intermedias o las mayores, incluso, hablo en plural, porque como padre de familia también he podido cometer errores, pues no se trata de imponer en estas líneas catedra de moral, sino simplemente de reflexionar sobre el proceso educativo que llevamos con nuestros jóvenes.
Las imágenes a la salida de una discoteca de un polígono de Palma se pueden extrapolar a muchos más lugares. Preocupa ver a jovencitos y muchachitas agresivas sin ningún tipo de miramientos. El nivel de agresividad es elocuente en situaciones que, incluso, a los propios adultos se les escapa de las manos. Las redes sociales, la falta de diálogo, y en el caso de los padres y madres extranjeros que están distanciados de sus hijos durante largos periodos de tiempo pueden pasar una costosa factura de cara al futuro de la educación de estas nuevas generaciones.
Con esta opinión no pretendo herir susceptibilidades, conozco familias plenamente compenetradas dentro de su núcleo, pero sí que es necesario poner sobre la mesa esta temática, especialmente un ojo de águila que se debe abrir con atención cuando se reagrupa un hijo y se comienzan a observar atisbos de rebeldía y desarraigo ante la nueva vida que comienzan.
